En 1509, en la capital francesa, el célebre humanista holandés Erasmo de
Rotterdam, publicó su obra Elogio de la Locura, que había sido escrita
en casa de Tomás Moro, íntimo amigo del autor, al que éste, por cierto, dedica
el libro, reconociéndole el mérito de seguir a Demócrito en eso de reírse de la
locura humana.
Las páginas de Erasmo discurren a través de las reflexiones que en ellas
hace el único y absoluto personaje que las domina: la propia locura, a través
de la cual habla el escritor, en tiempos duros de inquisición en los que había
que apelar al ingenio para expresar las ideas.
Ya en las primeras líneas hay un recordatorio importante: la locura
procede de Pluto, el dios de la riqueza, a quien se representaba ciego y cojo,
lo cual hace que, por un lado, no tenga criterio para repartir los bienes en
forma equitativa y, por otro, atienda -si es que lo hace- con gran morosidad y
lentitud a los más necesitados.
Dicho en otras palabras, la injusticia económica y social tiene que ver
con la locura, hoy incrementada por la globalización neoliberal que, a la par
de grandes avances científicos y tecnológicos, ha ahondado las brechas entre
los países ricos y los países pobres, siendo, a la vez, mayores las asimetrías
en el interior de las propias naciones. ¿O no es una locura que un puñado de
familias poderosas del mundo concentren
en sus manos mayor riqueza que en la que en su conjunto tienen decenas de
países tercermundistas juntos?
La locura señala que ella se manifiesta en dos formas distintas: una que
podríamos llamar infernal, procedente de las Furias, aquellas mujeres que en
vez de cabello tienen agresivas serpientes en la cabeza y que emergen del
propio averno; otra, una forma más liviana, más ligera, más juguetona, que le
pone sal y pimienta a la existencia.
La locura infernal es culpable de las guerras, de todo tipo de horrores
y de la ciega apetencia por el oro. Es la locura que está detrás de la Santa
Inquisición, del fanatismo, del
colonialismo y el racismo, de los campos de concentración y de las dictaduras
totalitarias como las de José Stalin y Adolfo Hitler. Una locura, en fin, que
ha traído sangre, persecución y muerte.
La otra locura nos alegra la vida, nos la hace más llevadera, nos aparta
a veces de la rutina y la monotonía. Sin ella no habría una relación amable
entre los seres humanos. Erasmo recomienda, por ejemplo, que "hay que
hacerse el loco" ante ciertos defectos de nuestros amigos, de nuestra
pareja, de los seres que nos son más queridos, porque si no la relación con
nuestros congéneres, de los cuales esperaríamos igual consideración hacia
nosotros, sería insostenible.
Los locos "buenos" suelen ser innovadores y, por eso, su
visión de las cosas y su actitud hacia la vida, son objeto de escarnio por
parte de los demás. Loco consideraron a aquel que se escapó de la caverna
platónica y descubrió la luz que había fuera de ella, es decir descubrió la
verdad, cuyo conocimiento estaba vedado para quienes crecieron encadenados en
el interior de la cueva.
Acaso no hay mucho de sublime en la locura del Quijote de la Mancha,
Alonso Quijano el bueno, que sale a enderezar entuertos y a enfrentarse, lanza
en ristre, a todos los farsantes, canallas y follones que pululan por el mundo.
¿Los verdaderos locos no serán los otros, los que no se inmutan ante las
injusticias que a diario se cometen contra las mujeres, los pastorcitos y los
pobres de la tierra?
Erasmo de Rotterdam no deja títere con cabeza. Sus dardos, a través de
la locura, que es la única que habla, son lanzados contra los que engañan a los
creyentes con falsas indulgencias, contra los impostores, los guerreros, los
jueces venales, los ególatras, los vanidosos que gustan rascarse con sus
homólogos tal como lo hacen los burros, los príncipes y monarcas irresponsables
más preocupados en la cacería y en las cabalgatas, en apropiarse los tributos
de sus súbditos, que en ayudar al bienestar de éstos.
Libro inmortal sin duda, Elogio de la Locura
debe ser leído por quienes preferimos la sana demencia del humor a la vesania
de la guerra y el fanatismo.
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