La propuesta de crear una policía militar, constituida por
cinco mil efectivos, ha generado polémica en pleno proceso electoral hondureño.
La idea, al parecer, cuenta con el apoyo de buena parte de la opinión pública,
lo cual no debe parecernos raro, dado el ambiente de inseguridad que se vive en
el país.
Los ciudadanos, en efecto, sienten más confianza cuando ven
militares dentro de un autobús, o haciendo labor de patrullaje en cualquier
colonia o barrio. Ello genera una percepción de seguridad, que es algo
diferente a realmente tener
seguridad.
Tal percepción, sin embargo, es lógica, ya que la gente siente
temor de perder su vida a manos de delincuentes capaces de asesinar hasta por
robar un celular o cualquier otra bagatela.
Los que proponen la creación de una policía militar se
sienten apoyados por la opinión mayoritaria de los hondureños, olvidando que
las mayorías no siempre tienen la razón. Atribuir a esas mayorías el monopolio
de la verdad es caer en la falacia del argumento ad populum o argumento de la
multitud, que tan nefasta ha sido a lo largo de la historia.
En la antigüedad y en la Edad Media casi todas las personas
consideraban que el sol giraba alrededor de la tierra, agregando, además, que
el planeta que habitamos es plano. Con el correr del tiempo, la ciencia vino a
asestar un golpe definitivo a esta falacia, que era defendida por los
infalibles papas, por los reyes y los comunes mortales.
Es cierto que nuestra constitución habla de una coordinación
de acciones entre las Fuerzas Armadas y la policía, pero ello dista mucho de
plantear la existencia de una Policía Militar, por muy provisional que ésta se
considere.
El planteamiento, además, olvida la historia de estas
instituciones, particularmente el hecho que durante treinta y cinco años la
policía fue uno de los cuatro brazos de las Fuerzas Armadas, tal como quedó
establecido en la proclama dada a conocer con motivo del golpe del 3 de octubre
de 1963.
Con distintos nombres
-CES, FUSEP, FSP- la policía se adscribió a una doctrina y práctica militares,
que no fue lo mejor para la ciudadanía.
En los años de la guerra fría estuvo inficionada por la
Doctrina de Seguridad Nacional y
compartió responsabilidades con los militares en el desaparecimiento de personas
catalogadas de subversivas y en el atropello de los derechos humanos.
No fue sino en la década de los noventa cuando empezaron a darse pasos
importantes como el desaparecimiento de la tristemente célebre Dirección
Nacional de Investigaciones, dependiente de la policía, en cumplimiento de una
de las recomendaciones dadas por la Comisión Ad Hoc organizada por el gobierno
de Callejas Romero. Unos años más tarde, exactamente en 1998, la policía pasó a
la égida civil, aunque en la práctica sobrevivieron en ella muchos remanentes
militaristas.
El descubrimiento de hechos delictivos cometidos por policías
-y de manera particular el asesinato de dos estudiantes universitarios en octubre
de 2011- ha sacado a flote la necesidad de depurar la institución policial,
como necesario ingrediente para su reforma.
Algunos abogamos por la creación de una Policía Comunitaria,
cercana a la población, respetuosa de los derechos humanos y con un
comportamiento permanentemente apegado a las leyes; otros, sin embargo, jugando
a la demagogia, apuntan hacia la formación de una Policía Militar, que es
prácticamente lo que hemos tenido en varias décadas, con resultados negativos
en materia de seguridad.
Cinco mil efectivos en la institución que se propone
romperían el balance militar en Centroamérica e implicarían una carga muy
gravosa al presupuesto nacional. Pero, lo peor de todo, pondrían a la policía
en la ruta de una indeseable remilitarización, cuando de lo que se trata, en
esencia, es de desmilitarizarla.
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