En la década de los sesenta, siendo
un adolescente, tuve la oportunidad de conocer al connotado abogado Alejandro
Rivera Hernández, cuyos libros Los
filtros del diablo y Un toque de suspenso leí con verdadera
fruición. Este último me motivó tanto que hice llegar un pequeño comentario a
su autor, quien me honró enviándome una carta muy estimulante.
Para esos años, en la antigua Normal
Asociada de Varones, fui alumno de la esposa de don Alejandro, la prestigiosa
maestra Iberia Rodil, cuyo trato amable y paciencia en la enseñanza conservo en
el baúl de mis más gratos recuerdos. No olvido que al final de un año académico
me obsequió la obra Mil sonetos, que
recoge verdaderas joyas en esta delicada expresión de la poesía.
Pues bien, ahora me he deleitado con
la Antología Histórica de Rodil
Rivera Rodil, hijo de los mencionados compatriotas. Lo primero que me llamó la
atención en este conjunto de ensayos -diecinueve en total- es el reconocimiento
que hace Rodil a sus padres en el sentido de haberlo estimulado desde niño a
emprender el camino de la lectura, cuyo transitar recomienda tanto a sus
descendientes como a los jóvenes de Honduras.
La exhortación es oportuna y válida porque
entre nosotros se ha perdido rápidamente el hábito de la lectura, que por lo
demás nunca ha sido fuerte. Como lo explica convincentemente Giovanni Sartori,
el Homo Sapiens, el hombre que
piensa, ha sido desplazado por el Homo
Videns, aquel cuya vida gira alrededor de la imagen, especialmente la que
se proyecta a través de la televisión. Y no es que la pequeña pantalla tenga
que ser desechada en su conjunto, pero hay que reconocer que absorbe demasiado
tiempo, en desmedro del diálogo familiar o la buena lectura.
A esta última ha dedicado gran parte
de su vida Rodil Rivera Rodil, lo que queda claramente reflejado en su Antología Histórica. En la propia
introducción del libro, Rodil plantea que ha sido una persona enormemente
curiosa por desentrañar la esencia de grandes acontecimientos que han conmovido
a la humanidad, pero también de hechos aparentemente pequeños de los que a la
larga se han derivado consecuencias importantes.
Preguntas como las siguientes han
agitado la mente del autor: ¿Cuáles fueron las verdaderas razones que
provocaron la ruptura entre Miranda y Bolívar? ¿De qué platicó este último en
Guayaquil, en 1822, con San Martín, diálogo a partir del cual el prócer
argentino se apartó de la lucha independentista? ¿Qué repercusiones mundiales
habrían tenido las Guerras Médicas en caso de haber sido derrotados los griegos?
¿Qué argumentos utilizó León I para convencer a Atila de no invadir Roma?
A estos interrogantes podríamos
agregar otros: ¿A qué se debe la contradicción entre la versión tradicional del
cronista Herrera sobre la forma como murió
Lempira y la que nos brinda el soldado Rodrigo Ruiz, quien asegura haber
decapitado al líder indígena en una lucha cuerpo a cuerpo? ¿Cuál fue la
verdadera relación entre Morazán y Valle? ¿Qué actitud tuvo Ramón Rosa frente a
los actos de corrupción de su primo hermano Marco Aurelio Soto? ¿Es apócrifa o
no la famosa Carta Rolston? ¿Qué vínculo existió realmente entre los dirigentes
comunistas Juan Pablo Wainright y Manuel Cálix Herrera?
Pero Rodil Rivera Rodil no sólo
plantea preguntas interesantes y busca darles respuestas, sino que derriba
mitos. Para el caso, aclara que en la famosa batalla de El Álamo, Estados
Unidos fue el agresor y México el agredido, y que la siniestra fama de Nicolás
Maquiavelo es muy injusta, en tanto que el autor de El Príncipe, lejos de ser visto -y no es un juego de palabras- como
un maquiavélico, tiene que ser reconocido
como padre del pensamiento político moderno.
En fin, hay tantas cosas que es preciso aclarar,
que no nos queda más que esperar nuevos ensayos de Rodil Rivera Rodil, que
vengan a arrojarnos luces para despejar nuestras dudas e iluminarnos en el
conocimiento del difícil estudio de la historia.
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