Días atrás escuché a un dirigente magisterial
decir que con el triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del pasado 14 de
abril el proceso iniciado por Hugo Chávez Frías se volvía “irreversible”. De
ninguna manera cuestiono la alegría del maestro -¡es su legítimo derecho!-,
sino que lo que pongo en duda es el carácter de irreversibilidad que le concede
al proceso político venezolano.
Las
palabras del compatriota me retrotrajeron de inmediato a situaciones que se han
vivido en el pasado. Siendo muy joven me tocó asistir al V Congreso
Latinoamericano de Estudiantes (V CLAE) que se realizó en Santiago de Chile, en
mayo de 1973. No hace falta decir que el país austral vivía en esos momentos
circunstancias históricas muy difíciles que enfrentaban al gobierno de la
Unidad Popular, encabezado por el doctor Salvador Allende, contra una derecha
agresiva que se oponía, a sangre y fuego, a las transformaciones que estaba
impulsando el humanista mandatario.
Con
dificultades se ampliaba el área social de la economía, que poco a poco pasaba
a ser administrada por los propios trabajadores. Me tocó ver, por ejemplo, en
una fábrica textilera, una inmensa manta en la que se leía: “Fábrica exYarur,
territorio libre de explotación”, todo ello en medio de la felicidad de los
obreros, expresada a través del baile, el arte y la música.
Había
serios esfuerzos por reconocer los derechos de los eternos marginados, los
mapuches, y en las escuelas se daba a los niños medio litro de leche diario. En
los hospitales se trataba de ampliar la cobertura de los servicios de salud y
mejorar su calidad, despertando ello la resistencia de algunos médicos
insensibles y mercantilistas.
Toda
esta efervescencia se producía en un escenario difícil (dentro de la Unidad
Popular el Partido Comunista defendía la consigna “Avanzar para consolidar”, en
tanto el Partido Socialista levantaba la bandera de “Avanzar si transigir”), con un gobierno enfrentado a las
exigencias desmedidas del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y, sobre
todo, a los más voraces empresarios y comerciantes, empeñados en crear a diario
una escasez artificial, y a un gobierno norteamericano en el que las figuras de
Richard Nixon y Henry Kissinger destacaban como verdaderos halcones.
Fue en
este ambiente cargado de ebullición cuando escuché, por primera vez, en el
Teatro Caupolicán, el Himno “Venceremos”, del que traje varias copias, una de
las cuales era transmitida frecuentemente por Omar Rodríguez, en su Radio
Comercial de la Colonia 21 de octubre.
Aun
reconociendo las dificultades que enfrentaba el proceso chileno, con mucho
entusiasmo escribí un artículo y brindé
declaraciones diciendo que lo que estaba viviendo el hermano país era
“irreversible”. Los tristes sucesos del 11 de septiembre de 1973 desmintieron
mis palabras, demostrándose en la práctica que las Fuerzas Armadas encabezadas
por Pinochet no eran tan “constitucionalistas” como se decía.
Pero
de mayor magnitud aún fue lo que ocurrió en la Unión Soviética y los países del
llamado campo socialista. Una superpotencia que competía con los Estados Unidos
en la conquista del cosmos, que se presentaba como la vanguardia del
proletariado a nivel mundial, de pronto se derrumbó y se vino abajo como simple
castillo de naipes. Lo mismo sucedió con casi todo el “socialismo real” y con
el Muro de Berlín, que dividía a los dos Alemanias desde los años sesenta y que
se había convertido en el principal símbolo de la guerra fría. ¿Qué pasó con lo
afirmado por los manuales de marxismo leninismo que aseguraban que los procesos
revolucionarios de esos países eran “irreversibles”?
En
sentido contrario, recuerdo que un amigo comentó que con su derrota ante la
Unión Nacional Opositora (UNO) que llevaba como candidata presidencial a doña
Violeta Barrios de Chamorro, el Frente Sandinista de Liberación Nacional “nunca
más” volvería al poder. Hoy le pregunto a esa persona: ¿Quién gobierna
actualmente en Nicaragua?
Los
ejemplos podrían darse a granel, pero bastan los enunciados para demostrar lo
arriesgado que es lanzar juicios definitivos en un fenómeno tan cambiante y a
veces poco previsible como es la política. Yo, por lo menos, me he vuelto
cauto, y he preferido proscribir de mi diccionario la palabra “irreversible”.
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