En su
pequeño pero profundo libro El águila y
la gallina, el teólogo brasileño Leonardo Boof hace una serie de
reflexiones sobre la vida y su sentido, apoyándose en un relato que contaba el
líder ghanés James Aggrey para motivar a su pueblo en la lucha contra el
colonialismo.
De
acuerdo al relato, un campesino capturó un aguilucho y lo incorporó al corral
habitado por las gallinas. Al poco tiempo el animal creció y se convirtió en
hermosa águila, pero con hábitos de gallina. Un día de tantos un naturalista
descubrió al águila y le juró al campesino que estimulándola un poco podía hacerla
volar majestuosamente, como corresponde a las de su especie. Hizo reposar el ave sobre
sus manos y la incitó a emprender el vuelo, pero fue imposible. El milagro se
materializó cuando la llevó a la cumbre de una montaña, la orientó en dirección
al sol y la impulsó hacia el cielo, que finalmente fue surcado por sus largas y
poderosas alas. Con ello el dirigente africano quería expresar a su pueblo que
dejara de ser gallina y potenciara el águila que llevaba dentro.
A
partir de esta historia, Boof señala que mientras la gallina encarna lo
inmanente, lo terrenal y lo cotidiano, el águila es la representación de lo
trascendente, lo ideal y lo supremo, pero que, contrario a lo que podría
suponerse en un primer análisis, no se trata de descartar del todo a la gallina
-que tiene sus patas bien puestas sobre la tierra- sino de combinarla con el
águila y sus soberbios alcances.
Valga
lo anterior, para hacer una breve referencia a la tan comentada y poco leída
obra de Miguel de Cervantes Saavedra El
ingenioso hidalgo don quijote de la Mancha que inmortalizó a un hombre cuya
vida estuvo llena de infortunios, que cubrieron desde la pobreza, la
infelicidad familiar, la manquedad que le dejó la batalla de Lepanto y las
eternas deudas, hasta la cárcel donde estuvo recluido en varias oportunidades.
Siempre se ha dicho que, pese a andar juntos, existe una antinomia entre
el quitote y su fiel escudero Sancho Panza, pues la obsesión del primero es el
ideal por mejorar el mundo, en tanto el segundo, guiado por un pedestre sentido
común, sólo se preocupa por el buen comer, el buen beber y el buen dormir.
Allí
donde el quijote ve gigantes, Sancho sólo divisa molinos de viento; allí donde
el quijote descubre ejércitos a punto de enfrentarse, Sancho detecta carneros;
allí donde el quijote imagina una dama de aterciopelados encajes, Sancho
descubre a su vieja compañera de juegos, la rústica campesina Aldonza Lorenzo.
Es
esta, sin duda, la más viva antítesis de la historia, antítesis que, sin
embargo, no debe verse como absoluta. Así, en el segundo tomo don Quijote le
dice a Sancho que él sabía que luchaba contra molinos de viento, pero que habló
de gigantes porque se estaba enfrentando al mayor de todos: el orgullo humano, amén de que, al final de la obra el caballero
de la triste figura recobra la razón y vuelve a ser el buenazo de Alonso de
Quijano (es decir, se sanchifica), en tanto el escudero empieza a delirar y a
manifestar trastornos mentales (es decir, se quijotiza).
¿Qué
camino escoger, se preguntaba Unamuno, el del quijote o el de Sancho?. y sin
dudarlo mucho contestaba: ¡el del quijote, ese es el camino correcto! Pero bien
pensadas las cosas, no hay que desechar del todo al vilipendiado Sancho, cuyo
sentido común, aunque insuficiente, nos puede ayudar mucho en la solución
práctica de los problemas que a diario nos presenta la vida.
¡Alas
y plomo!, decía Kant, el solitario y metódico filósofo de Königsberg. Las alas
nos permiten volar, buscar lo trascendente, romper la costra de nuestra
limitada inmediatez; el plomo nos asienta en la tierra, nos hace sentar cabeza,
prolonga nuestras raíces. Una combinación de ambos -alas y plomo, águila y
gallina, quijote y Sancho- sea quizás la mejor lección que nos deja la inmortal
obra cervantina.
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