lunes, 17 de diciembre de 2012

DRAMA EN DOS ESCUELAS HONDUREÑAS


El asesinato de veinte niños y siete adultos en una escuela primaria de Conneticut, al noreste de Estados Unidos, ha provocado profunda conmoción en el alma de la humanidad. No es la primera vez que ocurren tragedias de esta naturaleza en centros educativos norteamericanos, pero esta última supera a las anteriores por sus desproporcionadas dimensiones.


Alguna enfermedad tiene que estar haciendo metástasis en el organismo de la sociedad norteamericana para que tragedias como la de Conneticut se repitan cada cierto tiempo, en un entorno donde, a la par de la alta tecnología, crecen el consumo de la droga, la disolución del individuo en medio de masas indiferentes y el desmedido culto a la violencia.

En Honduras, país calificado como el de la más alta tasa de homicidios en el planeta, no hemos llegado a esos extremos en lo que tiene que ver con escuelas y colegios, salvo quizás las extorsiones que en algunos barrios practican los mareros y, desde luego, la casi consuetudinaria falta de clases.

Este año hubo, sin embargo, dos casos que me impresionaron. El primero tuvo lugar hace algunos meses, y apareció consignado en una pequeña y casi inadvertida nota que un periódico capitalino publicó en la página 54. La noticia, de apenas cuatro párrafos, informaba de la expulsión de que fueron víctimas unos niños en una escuela de Tocoa, por el delito de andar sus pies descalzos.

Los referidos infantes son miembros de una humilde familia que vive en el barrio El Chorizo, y que se dedica a recoger desperdicios de otras personas, con carencias de todo tipo, desde utensilios de cocina hasta una vivienda donde guarecerse.

El hecho me hizo recordar una experiencia que me tocó vivir cuando cursaba mi primaria en la Escuela Costa Rica, ubicada en Pueblo Nuevo. Era un catorce de septiembre y la maestra nos había citado, muy temprano de la mañana, en la cancha El Guanacaste, para participar en los desfiles patrios que empezarían ese día. Todos llegamos con nuestros zapatos bien lustrados, menos un compañero, hijo de una costurera, que llevaba sus pies desnudos. Como el civismo sólo es para calzados, el niño en referencia -por cierto con magníficas aptitudes para el dibujo- fue regresado a su casa, porque su presencia “afeaba” al grupo, una humillación que seguramente no ha olvidado a lo largo de su vida.

Hay un cuento, digno de figurar en las más exigentes antologías de este género, que relata un hecho parecido. Me refiero a Confesiones de un niño descalzo, del autor hondureño Alejandro Castro h.

Es lamentable lo ocurrido en la ciudad de Tocoa, en pleno siglo XXI, cuando tanto nos llenamos la boca hablando de democracia y de igualdad de oportunidades para todos. Sin duda alguna la nuestra sigue siendo una democracia descalza.

Más lamentable aún fue el segundo episodio, sucedido más recientemente en una escuela ubicada en la periferia oriental de Tegucigalpa. Sin mayor relieve, otro periódico informó del suicidio de un niño, deprimido por las burlas y hasta golpes que le propinaban sus compañeros. Sus padres encontraron el cuerpo de la criatura, lacerado por el castigo de que había sido víctima. ¿Lloraron acaso los torturadores? ¿Se arrepintieron quizás? ¡Poco importa, el daño estaba hecho ya y era irremediable!

Dos tristes acontecimientos, dos dramas. Pareciera que estamos perdiendo la ternura, y que la violencia cada día nos despoja más de la capacidad de amar a nuestros prójimos.   

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