El asesinato de veinte niños y siete adultos en
una escuela primaria de Conneticut, al noreste de Estados Unidos, ha provocado
profunda conmoción en el alma de la humanidad. No es la primera vez que ocurren
tragedias de esta naturaleza en centros educativos norteamericanos, pero esta
última supera a las anteriores por sus desproporcionadas dimensiones.
Alguna enfermedad tiene que estar haciendo
metástasis en el organismo de la sociedad norteamericana para que tragedias
como la de Conneticut se repitan cada cierto tiempo, en un entorno donde, a la
par de la alta tecnología, crecen el consumo de la droga, la disolución del
individuo en medio de masas indiferentes y el desmedido culto a la violencia.
En Honduras, país calificado como el de la más
alta tasa de homicidios en el planeta, no hemos llegado a esos extremos en lo
que tiene que ver con escuelas y colegios, salvo quizás las extorsiones que en
algunos barrios practican los mareros y, desde luego, la casi consuetudinaria
falta de clases.
Este año hubo, sin embargo, dos casos que me
impresionaron. El primero tuvo lugar hace algunos meses, y apareció consignado
en una pequeña y casi inadvertida nota que un periódico capitalino publicó en
la página 54. La noticia, de apenas cuatro párrafos, informaba de la expulsión
de que fueron víctimas unos niños en una escuela de Tocoa, por el delito de
andar sus pies descalzos.
Los referidos infantes son miembros de una
humilde familia que vive en el barrio El Chorizo, y que se dedica a recoger
desperdicios de otras personas, con carencias de todo tipo, desde utensilios de
cocina hasta una vivienda donde guarecerse.
El hecho me hizo recordar una experiencia que
me tocó vivir cuando cursaba mi primaria en la Escuela Costa Rica, ubicada en
Pueblo Nuevo. Era un catorce de septiembre y la maestra nos había citado, muy
temprano de la mañana, en la cancha El Guanacaste, para participar en los
desfiles patrios que empezarían ese día. Todos llegamos con nuestros zapatos
bien lustrados, menos un compañero, hijo de una costurera, que llevaba sus pies
desnudos. Como el civismo sólo es para calzados, el niño en referencia -por
cierto con magníficas aptitudes para el dibujo- fue regresado a su casa, porque
su presencia “afeaba” al grupo, una humillación que seguramente no ha olvidado
a lo largo de su vida.
Hay un cuento, digno de figurar en las más
exigentes antologías de este género, que relata un hecho parecido. Me refiero a
Confesiones de un niño descalzo, del
autor hondureño Alejandro Castro h.
Es lamentable lo ocurrido en la ciudad de
Tocoa, en pleno siglo XXI, cuando tanto nos llenamos la boca hablando de
democracia y de igualdad de oportunidades para todos. Sin duda alguna la
nuestra sigue siendo una democracia descalza.
Más lamentable aún fue el segundo episodio,
sucedido más recientemente en una escuela ubicada en la periferia oriental de
Tegucigalpa. Sin mayor relieve, otro periódico informó del suicidio de un niño,
deprimido por las burlas y hasta golpes que le propinaban sus compañeros. Sus
padres encontraron el cuerpo de la criatura, lacerado por el castigo de que
había sido víctima. ¿Lloraron acaso los torturadores? ¿Se arrepintieron quizás?
¡Poco importa, el daño estaba hecho ya y era irremediable!
Dos tristes acontecimientos, dos dramas. Pareciera
que estamos perdiendo la ternura, y que la violencia cada día nos despoja más
de la capacidad de amar a nuestros prójimos.
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