Con la profundidad que le era característica,
Erich Fromm estableció, más de una vez, las diferencias entre un rebelde y un
revolucionario. Según el gran humanista el primero es, ante todo, un resentido
con la autoridad, alguien que hace de ésta el objeto de sus críticas, por el
sencillo hecho de que no es él quien ostenta el poder. Los suyos no son, sin
embargo, planteamientos genuinos porque lo que en el fondo busca es satisfacer
apetencias personales desplazando a quienes están arriba o compartiendo con
ellos, sus aparentes enemigos, los privilegios que dimanan de las posiciones
encumbradas.
Detrás de un rebelde hay un autoritario, un
enamorado del poder, cuya conquista es,
en definitiva, el desiderátum de su vida. El poder lo obsesiona, le quita el
sueño y ejerce sobre él una atracción casi sensual. Naturalmente tiene que
esconder esa realidad y la encubre hablando a favor de los pobres,
presentándose como un adalid de las causas más justas y más humanas.
Poco a poco se va descubriendo la pasta de la
que está hecho. Cuando logra copar algunos espacios de dominación no se muestra
diferente a los que antes criticaba y la atmósfera de poder que tanto anhelaba
respirar lo termina embriagando, con toda su parafernalia numismática y la
diaria absorción de incienso que le lanzan sus subordinados.
En su clásica obra sobre los partidos
políticos, Duverger, refiriéndose a su país, Francia, señala que él ha podido constatar
que un diputado obrero cada día es más diputado y menos obrero, o sea, asume la
típica actitud del rebelde que se olvida de sus raíces y se deja subyugar, a
veces inconscientemente, por el champán compartido con los “grandes”, por el
ambiente de las embajadas y el untuoso lenguaje de los diplomáticos y de los
altos funcionarios del Estado. En otras palabras, ha caído en la trampa del
poder.
Carlos Fuentes lo refleja muy bien en una de
sus más logradas novelas, La muerte de
Artemio Cruz, que refiere la vida de un antiguo revolucionario mexicano
-mas bien un rebelde- que se encumbra hasta elevadas posiciones, muy lejanas a
su origen humilde, desde las cuales acumula riqueza y ejerce dominio sobre
muchas personas. El Artemio Cruz que criticaba a los privilegiados se terminó
convirtiendo en uno de ellos.
El teólogo argentino Rubén Drí señala que
cuando Juan y Santiago, hijos de Zebedeo, pidieron a Jesús estar a su lado, uno
a la derecha y otro a la izquierda, estaban viendo en él un rey todopoderoso y
evidenciaban con ello que lo único a lo que aspiraban era a sustituir una
dominación por otra, a través de lo que hoy algunos denominan “la toma del
poder”, y que termina siendo la continuidad de la opresión, a veces bajo formas
más aborrecibles.
A diferencia del rebelde, el revolucionario,
dice Fromm, busca una transformación genuina de la sociedad, y esa búsqueda la
hace desde posiciones libres e independientes que hacen de él una persona
esencialmente crítica. Por reunir esas características admiro mucho a Thomas
Paine, autor del célebre opúsculo El
sentido común, que tanto influyó en el ánimo de los norteamericanos para
obtener la independencia de 1776. No obstante, cuando Paine empezó a observar
algunas deformaciones, criticó fuertemente la megalomanía de Washington, a tal
grado que cayó en el aislamiento social y político, siendo víctima incluso de
escupitajos y del desaire de los conductores de carrozas que no le hacían caso
cuando requería de sus servicios. Igual actitud de represalia adoptaron los
dirigentes de la revolución francesa, molestos porque Paine les señaló sus
excesos.
El caso de Paine, verdadero revolucionario, no
rebelde, demuestra que quienes aspiran a una transformación social genuina, no
están interesados, por su misma independencia de criterio, a adorar a aquellos
ídolos de plaza y de mercado a los que se refirió Bacon en el renacimiento.
Fromm considera que el revolucionario es
obediente y desobediente a la vez: obediente
a sus principios y convicciones, a la verdad, a la justicia;
desobediente a todo aquello que niega esos valores. Un revolucionario, por
ejemplo, no sigue ni se ve obligado a seguir los dogmas y los sectarismos de su
partido; si tiene que señalar actos de corrupción dentro de éste lo hace sin
miramientos, aunque otros afirmen que está atentando contra la “unidad”
partidaria. ¿No se decía, acaso, que no había que denunciar los crímenes de
Stalin porque con ello se hacía el juego al enemigo?
Fromm señala que el revolucionario, a la vez
que escéptico, es persona de fe. Escéptico porque tiene que dudar de todo, incluso
de las revoluciones triunfantes, para, por esa vía, acercarse a la verdad;
persona de fe porque debe creer en las potencialidades del ser humano, del
pueblo, para construir una sociedad mejor. Es preciso que haya en él un fuerte
amor a la vida, a la humanidad, a los hombres y mujeres concretos,
especialmente a los que más sufren.
El Caballero de la Triste Figura solía decir a
su escudero: “Son muchos, Sancho, los andantes, pero pocos los caballeros”.
Nosotros podemos expresar algo parecido: son muchos los rebeldes, pero pocos,
muy pocos, los verdaderos revolucionarios.
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