domingo, 6 de mayo de 2012

¿REBELDES O REVOLUCIONARIOS?


Con la profundidad que le era característica, Erich Fromm estableció, más de una vez, las diferencias entre un rebelde y un revolucionario. Según el gran humanista el primero es, ante todo, un resentido con la autoridad, alguien que hace de ésta el objeto de sus críticas, por el sencillo hecho de que no es él quien ostenta el poder. Los suyos no son, sin embargo, planteamientos genuinos porque lo que en el fondo busca es satisfacer apetencias personales desplazando a quienes están arriba o compartiendo con ellos, sus aparentes enemigos, los privilegios que dimanan de las posiciones encumbradas.

Detrás de un rebelde hay un autoritario, un enamorado del poder, cuya conquista  es, en definitiva, el desiderátum de su vida. El poder lo obsesiona, le quita el sueño y ejerce sobre él una atracción casi sensual. Naturalmente tiene que esconder esa realidad y la encubre hablando a favor de los pobres, presentándose como un adalid de las causas más justas y más humanas.

Poco a poco se va descubriendo la pasta de la que está hecho. Cuando logra copar algunos espacios de dominación no se muestra diferente a los que antes criticaba y la atmósfera de poder que tanto anhelaba respirar lo termina embriagando, con toda su parafernalia numismática y la diaria absorción de incienso que le lanzan sus subordinados.

En su clásica obra sobre los partidos políticos, Duverger, refiriéndose a su país, Francia, señala que él ha podido constatar que un diputado obrero cada día es más diputado y menos obrero, o sea, asume la típica actitud del rebelde que se olvida de sus raíces y se deja subyugar, a veces inconscientemente, por el champán compartido con los “grandes”, por el ambiente de las embajadas y el untuoso lenguaje de los diplomáticos y de los altos funcionarios del Estado. En otras palabras, ha caído en la trampa del poder.

Carlos Fuentes lo refleja muy bien en una de sus más logradas novelas, La muerte de Artemio Cruz, que refiere la vida de un antiguo revolucionario mexicano -mas bien un rebelde- que se encumbra hasta elevadas posiciones, muy lejanas a su origen humilde, desde las cuales acumula riqueza y ejerce dominio sobre muchas personas. El Artemio Cruz que criticaba a los privilegiados se terminó convirtiendo en uno de ellos.

El teólogo argentino Rubén Drí señala que cuando Juan y Santiago, hijos de Zebedeo, pidieron a Jesús estar a su lado, uno a la derecha y otro a la izquierda, estaban viendo en él un rey todopoderoso y evidenciaban con ello que lo único a lo que aspiraban era a sustituir una dominación por otra, a través de lo que hoy algunos denominan “la toma del poder”, y que termina siendo la continuidad de la opresión, a veces bajo formas más aborrecibles.

A diferencia del rebelde, el revolucionario, dice Fromm, busca una transformación genuina de la sociedad, y esa búsqueda la hace desde posiciones libres e independientes que hacen de él una persona esencialmente crítica. Por reunir esas características admiro mucho a Thomas Paine, autor del célebre opúsculo El sentido común, que tanto influyó en el ánimo de los norteamericanos para obtener la independencia de 1776. No obstante, cuando Paine empezó a observar algunas deformaciones, criticó fuertemente la megalomanía de Washington, a tal grado que cayó en el aislamiento social y político, siendo víctima incluso de escupitajos y del desaire de los conductores de carrozas que no le hacían caso cuando requería de sus servicios. Igual actitud de represalia adoptaron los dirigentes de la revolución francesa, molestos porque Paine les señaló sus excesos.

El caso de Paine, verdadero revolucionario, no rebelde, demuestra que quienes aspiran a una transformación social genuina, no están interesados, por su misma independencia de criterio, a adorar a aquellos ídolos de plaza y de mercado a los que se refirió Bacon en el renacimiento.

Fromm considera que el revolucionario es obediente y desobediente a la vez: obediente  a sus principios y convicciones, a la verdad, a la justicia; desobediente a todo aquello que niega esos valores. Un revolucionario, por ejemplo, no sigue ni se ve obligado a seguir los dogmas y los sectarismos de su partido; si tiene que señalar actos de corrupción dentro de éste lo hace sin miramientos, aunque otros afirmen que está atentando contra la “unidad” partidaria. ¿No se decía, acaso, que no había que denunciar los crímenes de Stalin porque con ello se hacía el juego al enemigo?

Fromm señala que el revolucionario, a la vez que escéptico, es persona de fe. Escéptico porque tiene que dudar de todo, incluso de las revoluciones triunfantes, para, por esa vía, acercarse a la verdad; persona de fe porque debe creer en las potencialidades del ser humano, del pueblo, para construir una sociedad mejor. Es preciso que haya en él un fuerte amor a la vida, a la humanidad, a los hombres y mujeres concretos, especialmente a los que más sufren.

El Caballero de la Triste Figura solía decir a su escudero: “Son muchos, Sancho, los andantes, pero pocos los caballeros”. Nosotros podemos expresar algo parecido: son muchos los rebeldes, pero pocos, muy pocos, los verdaderos revolucionarios.

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