miércoles, 30 de mayo de 2012

CUANDO LOS AMIGOS SE VAN


Este mes de mayo, que está por terminar, no sólo ha sido pródigo en lluvias que han reverdecido los campos y en algunos casos producido inundaciones, sino también en muertes de queridos amigos. Quiero referirme a dos de ellos: Gautama Fonseca y Alfredo Villatoro.

El primero  fue mi maestro en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. Lo recuerdo, siempre puntual, impartiéndonos la clase de Derecho Civil, con el rostro severo y la palabra precisa y elegante.


El primer examen que nos aplicó ha sido el más largo de mi vida: empezó a las seis de la tarde y eran las once de la noche y todavía no lo habíamos terminado de contestar. Salimos prácticamente a medianoche, comentando, a pie, a lo largo de lo que hoy se conoce como Bulevar Suyapa, los pormenores de la extensa prueba, y haciendo chistes de todo, en aquellos tiempos en que nadie andaba angustiado por la posibilidad de ser víctima de la delincuencia.

La siguiente vez que nos vimos con el maestro Gautama él quiso auscultar qué nos había parecido el examen, siendo nuestro unánime parecer que el mismo fue muy prolijo en detalles, crítica que aceptó de buen grado y bastó para que las siguientes evaluaciones fueran más cortas. Me dí cuenta, entonces, con ese simple hecho, que nuestro catedrático tenía la flexibilidad de los buenos mentores.

Luego supe de sus ejecutorias públicas, siempre apegadas a la ley y a la honestidad, porque hay que decirlo de una vez y para siempre: Gautama Fonseca ha sido uno de los ciudadanos más honrados que ha producido esta Honduras irredenta a la que amó entrañablemente.

En la medida en que lo fui conociendo me dí cuenta de algo: detrás de aquel maestro severo que me impartió clases en 1970, había un hombre sentimental y tierno. En una larga entrevista que un periódico capitalino le hizo hace algunos años, ante la pregunta que cuáles eran sus libros favoritos no vaciló en decir que se quedaba con El Quijote y Los Miserables, añadiendo que el poeta de sus predilecciones era Pablo Neruda. Esas respuestas hicieron que me sintiera más identificado con mi viejo e inolvidable profesor, cuya voz, ya muy apagada, pude escuchar por  teléfono, hace algunos meses, cuando le hablé para agradecerle un artículo que había publicado sobre un libro mío acerca del pensamiento de Valle.

La muerte de mi otro amigo, Alfredo Villatoro, me ha dolido profundamente, por la forma cómo se dio, por la angustia que a toda la hondureñidad generó su secuestro y por la sevicia con que actuaron sus captores.

Siempre recuerdo a Alfredo con su sonrisa a flor de labio, con sus bromas ligeras y con su enorme apertura espiritual. En enero del presente año compartí con él un diálogo en el programa “Frente al pueblo, ante la nación”, analizando la Ley Fundamental de Educación que recientemente había aprobado el Congreso Nacional.

En todo momento Alfredo -el querido Villa- se mostró conmigo respetuoso y  amable, conducta que era muy propia de su personalidad. En medio de la confrontación política que sacudió al país, le escuché elogios hacia determinadas personas que militaban en los bandos enfrentados, y lo hacía con gran amplitud y espíritu conciliador.

Con él suman veinticuatro los periodistas asesinados en los últimos años, lo que hico que el pasado 25 de mayo, más que un día de festejos y reconocimientos, fuera una jornada de lucha y compromiso por parte de quienes en nuestro país se dedican al que Gabriel García Márquez ha calificado como el oficio más lindo de la tierra.

Hay mucho dolor por la muerte de Alfredo, pero a la par de ese sentimiento se ha sentido la solidaridad de todo un pueblo, que en su mayoría lo conocía sólo por su bien modulada voz, trasladada por las hondas hertzianas desde temprana horas de la mañana.

El asesinato de Alfredo Villatoro -hombre bueno-  únicamente es la punta del iceberg de una sociedad que sufre una patología profunda, una sociedad enferma, donde el dinero y la corrupción valen más que la vida humana. Su sacrificio, sin embargo, de eso estoy seguro, no será en vano.

Que a mis dos amigos, Gautama Fonseca y Alfredo Villatoro, la tierra les sea leve.     

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