lunes, 27 de febrero de 2012

Un reglamento antidemocrático


Mediante Decreto número 24 del 18 de junio de 1982, el Congreso Nacional aprobó su propio Reglamento Interior, el cual fue publicado en el Diario Oficial La Gaceta el 1 de febrero de 1983, sustituyendo con ello al que había estado vigente desde 1968.

Como en Honduras somos muy dados a copiar leyes, el reglamento que nos ocupa fue prácticamente una copia del mexicano, emitido a principios del siglo XX, pero impregnado de fuerte espíritu decimonónico, o sea con una fuerte carga de autoritarismo impresa en cada uno de sus artículos.

En América Latina ese autoritarismo se ha manifestado a través del culto a los personajes “fuertes” -entiéndase caudillos, caciques, militares, jefes de Estado o presidentes- de que ha estado llena nuestra historia, en la que ha quedado la reminiscencia de una época colonial cimentada sobre la base del trabajo servil y de  ominosas instituciones como  el repartimiento y la encomienda.


No es de extrañar, entonces, que la vida política latinoamericana gire alrededor del presidencialismo, lo que en su forma más general se expresa en el predominio del ejecutivo sobre los otros dos poderes, realidad que ya había previsto el genio de Montesquieu.

Pero el presidencialismo no se queda arriba, sino que se derrama por todos lados, hasta introducirse en los más pequeños intersticios de la sociedad. “Aquí quien manda soy yo”, he oído decir a más de algún presidente de patronato, en tantos los otros directivos y  miembros de base no se atreven a rechistar, es más, escuchan expresiones de ese tipo con calma, como algo que suena natural.

Sin la presencia del presidente, secretario general o coordinador -como se le llame- muchas organizaciones no funcionan, no tienen vida y ni siquiera se reúnen. Tal es la fuerza del presidencialismo.

Pues bien, el Reglamento Interior del Congreso Nacional, vigente desde hace casi tres décadas, tiene todo el sello de ese fenómeno autoritario al que me he referido en los anteriores párrafos.

Las garras del autoritarismo, en efecto, atrapan el cuerpo entero de la normativa que rige el funcionamiento del legislativo, pero se manifiesta con particular fuerza en su Título V (“Del presidente y los Vicepresidentes”), y concretamente en el artículo 26 que otorga amplias, amplísimas, diría más bien omnímodas facultades al presidente del Congreso Nacional. Y aquí me refiero, en general, a quienes han ocupado ese cargo desde principios de los años ochenta, cuando volvimos a los procesos electorales.

De esta guisa, el presidente del congreso puede suspender y levantar las sesiones, para el caso cuando éstas toman un curso que no es el deseado por él. Muchas veces hemos visto al máximo caudillo del parlamento -ayer y hoy, y seguramente mañana, si no es democratizado el Reglamento Interior- levantarse de su mullido sillón anunciando abruptamente, y sin dar explicaciones, que la plenaria queda suspendida, y que se convoca para tal fecha y a tal hora.

Pero esto es lo de menos, es él quien generalmente fija la agenda, desconocida por la mayor parte de los diputados, que muchas veces se ven sorprendidos por su contenido. Es él, además, quien mueve piezas, como fino ajedrecista, para ubicar a los diputados de su preferencia en las comisiones, o para separarlos cuando lo considere conveniente. En definitiva el tema de las comisiones funciona como un sistema de premios y de castigos, donde se privilegia a los incondicionales y se excluye a quienes no lo son.

Hay que agregar que la presidencia de las comisiones es muy apetecida por quienes tienen intereses concretos en los temas que las mismas abarcan -energía, café, petróleo, etc.-, con lo que quitan transparencia al manejo de su pequeño feudo (el gran feudo, en este sistema de círculos concéntricos, es el propio Congreso nacional).

La cadena de cooptación se termina remachando con la repartición de subsidios, sobre cuyo uso nadie -o casi nadie- rinde cuentas.

Y al hablar de los subsidios nos acercamos al núcleo de todo: el control absoluto del presupuesto del Congreso Nacional, por su presidente, sin que se conozca (aunque se sospeche) cómo lo usa. En ese presupuesto lo que existen son cuentas globales, nunca desgloses, situación tanto más lamentable cuanto que a los diputados presidentes siempre les entra el gusanillo de regir los destinos generales del país, pues, como se recordará, la Corte Suprema de Justicia echó por la borda una prohibición que se había establecido en este campo, y que contaba con la plena aceptación de la ciudadanía.

¿Quién paga la publicidad del presidente del Congreso Nacional, y la de quienes lo fueron en el pasado? ¿De dónde salen los fondos para publicar páginas enteras de los periódicos donde se felicita por su cumpleaños a  quien ocupa ese cargo? ¿Por qué tiene el pueblo que cargar con todo esto?

Lo más lamentable de todo es que nadie ha dado una batalla a fondo porque se derogue el Reglamento Interior del Congreso Nacional. Hay quejas momentáneas de algunos diputados cuando están en la llanura, pero silencio complaciente cuando el partido a que pertenecen llega al poder, y se dan cuenta que el reglamento al que antes criticaban es su gran aliado.

¿Dónde quedó la promesa del abogado Juan Orlando Hernández, exteriorizada en su discurso de toma de posesión, en el sentido de reformar el Reglamento Interior? ¿Volvieron a hablar del tema los miembros de la llamada Alianza Parlamentaria, que cuando se conformaron como tal insistieron en luchar porque desapareciera tal normativa y fuera sustituida por una de carácter democrático? ¿Y los llamados partidos de oposición, igual que la sociedad civil, que dicen sobre el tema?

Democratizar el Congreso Nacional no sólo es incorporar un reloj digital y computadoras, para contabilizar quórum y votaciones, sino -sobre todo- sustituir el actual Reglamento Interior por una Ley Orgánica que norme en forma amplia y transparente la vida de ese poder del Estado.

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