Mediante
Decreto número 24 del 18 de junio de 1982, el Congreso Nacional aprobó su
propio Reglamento Interior, el cual fue publicado en el Diario Oficial La
Gaceta el 1 de febrero de 1983, sustituyendo con ello al que había estado
vigente desde 1968.
Como
en Honduras somos muy dados a copiar leyes, el reglamento que nos ocupa fue
prácticamente una copia del mexicano, emitido a principios del siglo XX, pero
impregnado de fuerte espíritu decimonónico, o sea con una fuerte carga de
autoritarismo impresa en cada uno de sus artículos.
En
América Latina ese autoritarismo se ha manifestado a través del culto a los
personajes “fuertes” -entiéndase caudillos, caciques, militares, jefes de
Estado o presidentes- de que ha estado llena nuestra historia, en la que ha
quedado la reminiscencia de una época colonial cimentada sobre la base del
trabajo servil y de ominosas
instituciones como el repartimiento y la
encomienda.
No es
de extrañar, entonces, que la vida política latinoamericana gire alrededor del
presidencialismo, lo que en su forma más general se expresa en el predominio
del ejecutivo sobre los otros dos poderes, realidad que ya había previsto el
genio de Montesquieu.
Pero
el presidencialismo no se queda arriba, sino que se derrama por todos lados,
hasta introducirse en los más pequeños intersticios de la sociedad. “Aquí quien
manda soy yo”, he oído decir a más de algún presidente de patronato, en tantos los
otros directivos y miembros de base no
se atreven a rechistar, es más, escuchan expresiones de ese tipo con calma,
como algo que suena natural.
Sin la presencia del presidente, secretario
general o coordinador -como se le llame- muchas organizaciones no funcionan, no
tienen vida y ni siquiera se reúnen. Tal es la fuerza del presidencialismo.
Pues
bien, el Reglamento Interior del Congreso Nacional, vigente desde hace casi
tres décadas, tiene todo el sello de ese fenómeno autoritario al que me he
referido en los anteriores párrafos.
Las
garras del autoritarismo, en efecto, atrapan el cuerpo entero de la normativa
que rige el funcionamiento del legislativo, pero se manifiesta con particular
fuerza en su Título V (“Del presidente y los Vicepresidentes”), y concretamente
en el artículo 26 que otorga amplias, amplísimas, diría más bien omnímodas facultades al presidente del
Congreso Nacional. Y aquí me refiero, en general, a quienes han ocupado ese
cargo desde principios de los años ochenta, cuando volvimos a los procesos
electorales.
De esta guisa, el presidente del congreso
puede suspender y levantar las sesiones, para el caso cuando éstas toman un
curso que no es el deseado por él. Muchas veces hemos visto al máximo caudillo
del parlamento -ayer y hoy, y seguramente mañana, si no es democratizado el
Reglamento Interior- levantarse de su mullido sillón anunciando abruptamente, y
sin dar explicaciones, que la plenaria queda suspendida, y que se convoca para
tal fecha y a tal hora.
Pero
esto es lo de menos, es él quien generalmente fija la agenda, desconocida por
la mayor parte de los diputados, que muchas veces se ven sorprendidos por su
contenido. Es él, además, quien mueve piezas, como fino ajedrecista, para
ubicar a los diputados de su preferencia en las comisiones, o para separarlos
cuando lo considere conveniente. En definitiva el tema de las comisiones
funciona como un sistema de premios y de castigos, donde se privilegia a los
incondicionales y se excluye a quienes no lo son.
Hay
que agregar que la presidencia de las comisiones es muy apetecida por quienes
tienen intereses concretos en los temas que las mismas abarcan -energía, café,
petróleo, etc.-, con lo que quitan transparencia al manejo de su pequeño feudo
(el gran feudo, en este sistema de círculos concéntricos, es el propio Congreso
nacional).
La
cadena de cooptación se termina remachando con la repartición de subsidios,
sobre cuyo uso nadie -o casi nadie- rinde cuentas.
Y al
hablar de los subsidios nos acercamos al núcleo de todo: el control absoluto
del presupuesto del Congreso Nacional, por su presidente, sin que se conozca
(aunque se sospeche) cómo lo usa. En ese presupuesto lo que existen son cuentas
globales, nunca desgloses, situación tanto más lamentable cuanto que a los
diputados presidentes siempre les entra el gusanillo de regir los destinos
generales del país, pues, como se recordará, la Corte Suprema de Justicia echó
por la borda una prohibición que se había establecido en este campo, y que
contaba con la plena aceptación de la ciudadanía.
¿Quién
paga la publicidad del presidente del Congreso Nacional, y la de quienes lo
fueron en el pasado? ¿De dónde salen los fondos para publicar páginas enteras
de los periódicos donde se felicita por su cumpleaños a quien ocupa ese cargo? ¿Por qué tiene el
pueblo que cargar con todo esto?
Lo más
lamentable de todo es que nadie ha dado una batalla a fondo porque se derogue
el Reglamento Interior del Congreso Nacional. Hay quejas momentáneas de algunos
diputados cuando están en la llanura, pero silencio complaciente cuando el
partido a que pertenecen llega al poder, y se dan cuenta que el reglamento al
que antes criticaban es su gran aliado.
¿Dónde
quedó la promesa del abogado Juan Orlando Hernández, exteriorizada en su
discurso de toma de posesión, en el sentido de reformar el Reglamento Interior?
¿Volvieron a hablar del tema los miembros de la llamada Alianza Parlamentaria,
que cuando se conformaron como tal insistieron en luchar porque desapareciera
tal normativa y fuera sustituida por una de carácter democrático? ¿Y los
llamados partidos de oposición, igual que la sociedad civil, que dicen sobre el
tema?
Democratizar el Congreso Nacional no sólo es incorporar un reloj digital
y computadoras, para contabilizar quórum y votaciones, sino -sobre todo- sustituir
el actual Reglamento Interior por una Ley Orgánica que norme en forma amplia y
transparente la vida de ese poder del Estado.
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